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Del holocausto a Los Andes: Los Iberkleid visten a los mestizos

Por Lupe Cajías.

Desde la esquina más intensa del barrio, un almacén rebosante de telas y encajes mira pasar las biografías de mujeres aimaras que preparan la fiesta de el Gran Poder para lucir la nueva moda en polleras, mantillas y blusones. El “gross mordoré” nuevayorkino había sido el hit de la comparsa pasante.

            Una pareja se encarga de conseguir los productos que circulan por las pasarelas de Manhattan para ofrecerlos a su clientela más sofisticada. Hacía mucho tiempo que la hacendosa mujer se había dado cuenta de que, si los hombres compraban cinco o 10 metros de casimir, sus amadas gastaban tres veces más. Adicionalmente escogían botones, cintas, hilos, flequillos, enaguas y un “tira talle”; a cambio, exigían la exclusividad.

            La “Casa Hafay” (Illampu con Sagárnaga) es la Vogue para las vecinas que pasan los días detrás de mostradores de carnes o abarrotes y que dan movimiento a la popular zona que va desde Challapampa hasta Chijini donde La Paz es Chuquiagomarka. Esperan la fiesta para exhibir las ganancias de sus negocios.

            Lograr vencer a la competencia y ser la tienda preferida entre tantas ofertas legales y callejeras no había sido fácil. Jacobo y Zelda Iberkleid recorrieron 10 mil kilómetros: una panadería, un orfelinato, trenes hacinados, hambrunas, la estepa, siete mares, la cordillera, el desierto, el altiplano, hasta llegar a ese escaparate. Recorrieron el yiddish, el polaco, el uzbeco, el ruso, el castellano mestizo. Recorrieron el matzá y el kipe y convivieron con los aromas del costillar orureño y el fricasé de la Alexander.

            Celebraron aún en las vísperas del horror la cena del Séder y cada uno de sus platillos y conocieron la embriaguez devota de una banda de bombos y platillos alrededor de un Cristo de tres rostros. Recorrieron las vestimentas sencillas y los zapatos cerrados hasta las faldas multicolores levantadas al ritmo de la morenada compartiendo lentejuelas con las largas botas de tacón. Recorrieron la vida.

            Recorrieron el miedo, la persecución, la detención, el hambre, el peligro, el aliento de los miles en víspera de la muerte en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.

            Recorrieron el Holocausto para llegar a los Andes. Así lo cuenta el académico Jorge Cortés Rodríguez en su libro “Tejiendo Raíces” para reflejar en una trama familiar la historia de seis millones de judíos asesinados en el centro de la Europa más refinada. De los millones arrancados de sus hogares, apenas sobrevivieron algunos miles para contar la historia.

            Los Iberkleid llegaron a Bolivia como otras familias de judíos perseguidos desde las victorias del nacionalsocialismo. Había hebreos en casi todo el país, algunos con genealogías coloniales como los Arias, sefarditas. Otros habían llegado desde 1825 y durante el siglo XIX. Sin embargo, había sido la década de los treinta la que convocó a unos 8.000 judíos, sin llegar a ser una colonia tan numerosa como en Argentina.

            Jacobo y Zelda conocieron su nueva patria en el Oruro minero, pero Bolivia no los recibió con buenas noticias. A los tres meses de su arribo, estalló la revolución de 1952. La gente contaba afanada la lista de los muertos, las balas perdidas, la voz femenina que los convocaba al asalto del Regimiento Camacho. Quizá alguien les susurró intranquilo que acababa de triunfar un partido que en su documento fundacional había revelado su antisemitismo. Su principal opositor era también furiosamente contrario a la presencia de judíos en Bolivia.

            Al finalizar la guerra mundial muchos judíos retornaron a Europa o a Israel. Quedaban muchos comerciantes, un librero, algunos industriales, pocos agricultores, un colegio, tres sinagogas y sus rabinos, un cementerio. Alejandro Iberkleid, el hermano que había llegado primero y los atrajo a Bolivia, seguiría su propia ruta.

            Los Iberkleid llegaron desde la pobreza natal; Zelda (Tomaszow Lubelski, 1930) trabajó ayudando a su padre desde los seis años, desde la limpieza de la vivienda hasta la venta de los panes que la entrenaron para inventar estrategias comerciales en el corazón del mundo aimara paceño. Terca, acudió a la escuela a pesar de todos los obstáculos y aprovechó los márgenes blancos de los periódicos para entrenarse en sumas y restas. Aprendió algo más; algo que su voluntad no podía impedir: las miradas torvas y las murmuraciones sobre noticias cada vez más alarmantes. Después todo fue un tobogán de bombas, golpes, secuestros, asesinatos. Escapar a Rusia, dejar la muñeca de trapo, el zumbido eterno en el oído desde el manotazo de aquel SS.

            Jacobo era de la misma zona, pero con una posición económica mejor. El hermano mayor había migrado a Rusia y quiso llevarse al niño. La madre lo preparó y él pensó que irían juntos, pero ella se desprendió justo al salir el transporte para quedarse con sus otros hijos. Lloroso la vio cada vez más lejos; al terminar la guerra no quedaban rastros de la familia en Piaski.

            Proletarios, se habían enamorado en un contexto de odios y peligros. Adolescentes no imaginaron la tuerca del destino asumido por el nazismo que los separó y los colocó en la larga lista de los condenados.

            ¿Quién decidió salvarlos? Es siempre tan difícil comprender por qué unos mueren aún sin saber caminar y otras con una criatura en el vientre. Así como es más duro entender por qué unos serán elegidos para contar lo que vieron y para ser la memoria de los demás.

            Los años del Holocausto no cortaron el amor. Él tenía los ojos llenos de la imagen de la muchacha morena, baja de estatura, regordeta, con ese vestidito de verano. Ella escuchaba aún entre los ruidos de las botas y las rejas oxidadas aquella voz dulce y calmada del joven de cabello desbordado.

            Volvieron a encontrarse, cada uno con sus muertos sobre las espaldas. Se casaron con vestidos prestados. Llegaron a Bolivia, primero atraídos por la Patiño Mines. Después hasta La Paz. Al inicio fue una tienda de un solo mostrador. Cada uno inventó unos modos para poder ahorrar: importar, cortar, convencer, reservar… Medio siglo con la tienda y más tarde con una industria textil, venciendo crisis, inflaciones.

            En Los Andes criaron a sus hijos y contaron a retazos sus biografías a los nietos. El amor se extendió a la familia chucuta. Zelda, rebautizada “doña Jacoba” por sus clientas, vive ahora en Israel, donde finalmente descansa Jacobo en la tierra de sus antepasados.