Opinión

La crisis que se soslaya

Por Maggy Talavera (*)

Desde hace ya varios años, una tercera y grave crisis viene siendo señalada por filósofos e intelectuales desde diferentes partes del mundo, pero más allá de llenar algunos titulares de prensa, “adornar” uno que otro discurso político o servir de gancho para justificar financiamientos a proyectos relámpagos cargados de buenos deseos y cero impactos, no logra calar hondo ni en las élites llamadas a enfrentarla y combatirla, ni en la sociedad civil que termina padeciéndola cada vez más. Esa tercera crisis, que subyace a las ya harto comentadas crisis política y económica, es la de valores y de ética “que ha debilitado al máximo la legitimidad del actual sistema democrático”, como lo advirtió hace una década el Círculo Cívico de Opinión español.

Un debilitamiento cada vez mayor y que avanza a pasos agigantados, provocando estragos no apenas en la administración pública o privada, sino también socavando derechos fundamentales de la sociedad en general. Una mezcla de impactos explosiva, a la que seguimos añadiéndole cargas negativas a diario, sin medir consecuencias y sin atinar a ponerle freno. Peor aun, nos estamos acostumbrando y acomodando a esta tercera crisis, como si fuera una fatalidad insoslayable, tal como lo canta Cambalache. No hay, al menos en perspectiva a corto o mediano plazo, una preocupación real y un ocuparse en serio para encontrar salidas a esta tercera crisis, como sí las hay y se anuncian frente a las otras dos, la económica y la política. Lo único que hay es una explosión de declaraciones marcadas por el espanto y el cinismo.

¿Alguna duda? Basta ver lo ocurrido hace poco tras una nueva denuncia sobre la existencia de ítems fantasmas en la Alcaldía Municipal de Santa Cruz de la Sierra. Más allá de la legítima indignación ciudadana que provoca una millonaria malversación de dinero público en una ciudad que tiene tantas carencias y necesidades, sobró una seguidilla de manifestaciones públicas, de políticos y otros más, marcadas por un cinismo que debiera indignarnos tanto como el mismo robo. Cinismo que da arcadas. Sí, ganas de vomitar ante tanta impostura de parte de quienes de pronto se muestran sorprendidos por el hecho y explotan en unos arrebatos exigiendo investigaciones a fondo “caiga quien caiga”, porque se trata de sus contrincantes, pero no manifestados frente a cientos de otros hechos protagonizados por sus partidarios o allegados.

En la lista entran los voceros del MAS, por supuesto, que han hecho hablar del tema tanto a un militante de base como al mismo jefazo del partido, incluyendo a las principales autoridades del Ejecutivo y Legislativo. Se espantan por los ítems fantasmas descubiertos en el Municipio cruceño, pero hacen de la vista gorda, toleran y socapan los cientos de casos de corrupción protagonizados por autoridades, funcionarios y dirigentes del partido de gobierno. Lo mismo sucede también en el bando contrario, algunos hasta hace poco aliados del MAS, hoy “indignados” por el caso referido, pese a que callaron y frenaron denuncias previas realizadas contra las dos anteriores gestiones municipales de la capital cruceña. Gran parte de la institucionalidad cruceña calló también frente a esos hechos, sea por conveniencia económica o intereses y alianzas partidarias. O sea, son también parte del problema.

Eso, hablando del Municipio cruceño. Pero lo visto aquí se repite en toda la administración pública, sea local, departamental o nacional. Con un aditamento aun más grave y preocupante: que la corrupción no queda apenas en el ámbito de lo público, de lo estatal, sino que extiende sus tentáculos hacia el ámbito de lo privado, sea empresas, instituciones, organizaciones de toda índole y tamaño. Es un virus tanto o más dañino que el hoy temido COVID-19, contra el cual no se avizora a corto plazo vacuna alguna que pueda combatirlo, frenarlo y menos aun eliminarlo. Lo estamos viendo en el caso de los ítems fantasmas: personas simples, que nada tenían que ver con el Municipio ni con partido alguno, que gozaban de un trabajo seguro, con un sueldo tal vez justo, se dejaron tentar por trescientos o quinientos bolivianos extras al mes, alquilaron sus nombres y hoy están en la picota. Y así lo hicieron cayendo en la labia de otro personaje de buena vida, que no puede pretextar carencias o necesidades extremas para robar. Queda claro que no es un problema económico, sino otro eminentemente ético.

Ética, una palabra ausente, al parecer, ya no solo en la práctica política, sino en la vida cotidiana de un ciudadano común que ha ido perdiendo de vista el hecho de que “la vida privada de cada uno debe ser ejemplo también para los demás”. Tal vez porque cada vez ha ido calando más el mal ejemplo o las malas prácticas como el camino más expedito para obtener bienes materiales o alcanzar privilegios, que el buen ejemplo o las buenas prácticas. ¿Quién no ha escuchado alguna vez llamar a un funcionario o autoridad pública de “burro” por no haber “aprovechado” su privilegiado cargo “no para robar, pero al menos sacar algo”? O lo otro: “Roba, pero hace…” Aclarando ahora y urgente que la corrupción no es un mal exclusivo de la política, que se agrava por el partidismo sectario, sino que incluye también a los poderes económicos y sus mentiras, a los medios de comunicación -sea con información deficiente o desinformación, a secas- y a muchas organizaciones civiles que repiten las taras de todos estos.

Por eso la falta de ética y de valores configura claramente una tercera y grave crisis en la sociedad, a la que urge darle atención ya nomás, pero desde una mirada distinta a la que solía dársele hace décadas, “cuando creíamos que el problema de la moral y de las costumbres no era asunto del Estado, sino de la religión”, como observó el colombiano Mauricio García Villegas en una reflexión que encabezó con una cita de Montesquieu: “Si quieres que tu país progrese, debes pensar más en cómo mejorar el talante moral de la gente y menos en cómo mejorar sus leyes”. No que las leyes no importen, dice García, sino que “de poco sirven cuando contradicen la conciencia y las costumbres de un pueblo”. Y éstas, conciencia y costumbres, no se cambian con leyes, sino con educación “y promoviendo el crecimiento de la clase media, a través de un sistema económico más igualitario”.

Después de ética, educación es la segunda palabra clave en estas reflexiones sobre la tercera crisis. Y la tercera, confianza, tan en crisis como los valores y la ética. Todas ellas partes de un solo plan o ruta crítica a seguir para ponerle freno a la corrupción. Cierro con una cita de García Villegas, que me parece ideal para el momento y para esbozar una nueva ruta crítica.

“En un país donde tanta gente incumple normas, con tantos escándalos de corrupción y con niveles tan altos de desconfianza, los temas éticos suelen correr una suerte lamentable. O bien terminan desacreditados en las manos de los cínicos y de los políticos, o bien caen en las manos de los moralistas y sacerdotes. Hay que evitar que eso ocurra y convertir estos temas en asuntos estatales serios, públicos y vitales para la cohesión y el progreso.”

(*) Publicado en El Deber y Los Tiempos, domingo 19 de diciembre de 2021