Opinión

Un adiós sin revancha

Que 2020 fue un año muy difícil de sobrellevar, nadie lo duda. Este año que se va quedará marcado en nuestra memoria afectiva como el de la pandemia del COVID-19, un golpe al que ninguna nación pudo hacerle lance y cuyo certero mazazo trastocó por completo, sin compasión, la vida de todos. Claro que podemos sumar otros golpes padecidos este año, como las crisis políticas o los ataques de odio, los desastres ambientales o tantas muertes injustas y dolorosas, pero ninguno de estos otros males tuvo la abrumadora contundencia del golpe dado por el nuevo coronavirus que, por si no bastara, sigue azotándonos.

Ahora bien, ¿es justo maldecir a 2020, echándole todo el fardo de las profundas heridas abiertas a lo largo de sus 366 días? ¿Es correcto achacarle a este año bisiesto tanto dolor y luto? ¿Acaso todas las desgracias y tanto sufrimiento padecidos esta vez son resultados de un perverso plan de 2020? Por supuesto que no. Reducir todo lo malo visto, sentido y llorado en estos doce meses a un maquiavélico 2020 es absurdo. Tal vez sirva y hasta dé réditos a uno que otro influente (tomo el término sugerido por Fundéu, antes que el que se ha puesto de moda en inglés), acostumbrado a las arengas de revancha y venganza.

Antes que seguir ese camino, prefiero optar por otro que me ayude a acercarme lo más que pueda a la comprensión de cada uno de los hechos que han marcado este 2020 como un año difícil de recorrer, de sobrellevar, de sobrevivir. Por eso también prefiero escuchar más las reflexiones de filósofos, antes que las arengas de los animadores de palabra fácil, aunque a ambos sea posible encontrarlos en la arena pública. Y aclaro: cuando hablo de filósofos no estoy hablando de extraños seres que hablan en difícil, sino todo lo contrario. Son personas simples, pero profundas, a las que la vida las mueve más que la revancha.

Tal vez los animadores del odio y la venganza logren más oída que los filósofos, porque es más cómodo creer en el malo de la película, al que echarle todos nuestros males, antes que pensar seriamente en las causas que desencadenan tanto mal. En otras palabras: nos resulta cómodo y hasta cierto punto un alivio volcar toda nuestra rabia a 2020 como si él fuera el malo de la historia, obviando una urgente reflexión sobre cómo estamos viviendo día a día, qué estamos haciendo en cada uno de los espacios en los que nos movemos o cuánto toleramos las malas acciones de terceros. Es incómodo sentir responsabilidad, sea del grado que sea, frente a un resultado adverso y, más aun, doloroso.

Por eso voy a insistir en que no es correcto despedir a 2020 con odio, decirle que ha sido “su culpa” tanto dolor sentido a lo largo del tiempo trascurrido entre enero y diciembre. Y menos aun amenazarlo con revancha o venganza, como quieran llamarle, en el nuevo año que ya se inicia. ¿Para qué cargarle a 2021 esa sed de venganza, cuando más bien lo que debemos hacer es prepararnos para curar las heridas abiertas en el año que se va? Y algo más importante: debemos rescatar las enseñanzas que nos deja 2020 y, pueden anotarlo, son muchas. Tal vez la más importante es que nos devolvió a la realidad, a la insoslayable realidad de nuestra fragilidad humana. No somos más ni mejores que otros en el Universo
El gran reto que tenemos de ahora en adelante es no olvidarnos de esa fragilidad y el de ser plenamente conscientes de que cada uno de nosotros contribuye con sus actos -o con sus omisiones- a los hechos que luego marcan nuestras vidas y, por supuesto, el año que compartimos. Insisto: 2020 nos está dejando muchas lecciones y en todos los ámbitos de nuestra vida. En lo personal, en lo familiar, en lo laboral… ¿seremos capaces de pasarlas a limpio en estos días que restan para que acabe 2020? Ojalá lo logremos. De esta sencilla tarea dependerá mucho que podamos iniciar con buen pie nuestro recorrido por 2021.

Es lo que estoy tratando de hacer desde hace ya unos días. Quiero despedir 2020 con un abrazo -tan escaso hoy- y sin ningún sentimiento de revancha. Lo haré trayendo, también con amor, el rostro y el nombre de cada una de las personas que perdimos este año. Y lo haré renovando mis esperanzas en días mejores, pidiendo con todas las fuerzas de mi ser que sea capaz de comprender los misterios de la vida y de la muerte. Que la luz sea más poderosa que la oscuridad, que el sentido común no me abandone y nunca se agote esa maravillosa fuente de amor, solidaridad y compasión de la que espero todos podamos seguir bebiendo.